El Exorcista

El ardiente sol hacía brotar gotas de sudor de la frente del viejo, pese a lo cual, éste cubrió con sus manos la taza de té humeante y dulce, como si quisiera calentárselas. No podía desprenderse de la premonición. La llevaba adherida a sus espaldas como frías hojas húmedas.

Clavó la vista en el polvo. Sombras con vida. Oyó opacos ladridos de jaurías salvajes que merodeaban por las afueras de la ciudad. La órbita del sol comenzaba a caer detrás del borde del mundo. Se bajó las mangas de la camisa y se abrochó los puños: se había levantado una brisa helada. Venía del Sudoeste.

Partió presuroso hacia Mosul a tomar el tren, con el corazón encogido por la escalofriante convicción de que pronto se enfrentaría con un viejo enemigo.

El exorcista
William Peter Blatty
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Legión

Al llegar Él a tierra, vino a su encuentro un hombre de la ciudad, endemoniado desde hacía mucho tiempo; y no vestía ropa, ni moraba en casa, sino en los sepulcros. Este, al ver a Jesús, lanzó un gran grito, y postrándose a sus pies exclamó a gran voz: ¿Qué tienes conmigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes. (Porque mandaba al espíritu inmundo que saliese del hombre, pues hacía mucho tiempo que se había apoderado de él; y le ataban con cadenas y grillos, pero rompiendo las cadenas, era impelido por el demonio a los desiertos.) Y le preguntó Jesús, diciendo: ¿Cómo te llamas? Y él dijo: Legión.

Lucas VIII, 27-30

Postludio

Me arrastro como un garfio sobre el fondo del mundo.
Se engancha todo lo que no necesito.
Cansada indignación, resignación ardiente.
Los verdugos traen piedras, Dios escribe en la arena.

Silenciosas estancias.
Los muebles, listos para volar en el claro de luna.
Avanzo silencioso hacia mis adentros
a través de un bosque de vacías armaduras.

Deshielo a mediodía
Tomas Tranströmmer

Música lenta

El edificio está cerrado. El sol entra por las ventanas
y calienta la parte superior de los escritorios
que son tan fuertes como para cargar el peso del destino del hombre.
Estamos afuera hoy, junto a la extensa y ancha ladera.
Muchos llevan ropas oscuras. Uno puede estar al sol y cerrar los ojos
y sentir cómo es soplado lentamente hacia adelante.
Rara vez vengo hasta el agua. Pero ahora estoy aquí,
entre grandes piedras con espaldas pacíficas.
Piedras que lentamente han caminado hacia atrás desde las olas.

Tañidos y huellas, 1996
Tomas Tranströmer

Si los faroles brillaran

Si los faroles brillaran, el rostro santo se marchitaría
preso en un octógono de insólita luz,
y todos los muchachos del amor
se cuidarían de perder la gracia.
Los rasgos de sus íntimas tinieblas
están hechos de carne, pero que venga el falso día
y que los labios de ella pierdan sus ajados colores,
que el traje de la momia muestre un antiguo pecho.

Me han dicho que piense con el corazón
pero el corazón, como el cerebro, conduce al desamparo;
me han dicho que piense con el latido,
que cambie el ritmo de la acción cuando el latido se acelere
hasta que en un plano se confundan el campo y los tejados
tan rápido me muevo por desafiar al tiempo, el caballero quieto
cuya barba se agita en el viento de Egipto.

He oído el contar de muchos años
y muchos años tendrían que atestiguar un cambio.

La pelota que arrojé cuando jugaba en el parque
aún no ha tocado el suelo.

Si los faroles brillaran
Dylan Thomas

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

 

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El lamento del perezoso

Apreciada señora Lipsocket:

Lleva usted cuatro años enviándome regularmente sus poemas. Durante los tres primeros me esforcé en comentarlos, en ofrecerle a usted el consuelo de unas cuantas trivialidades, no sin darle a entender, taimadamente, que me dejara en paz de una pajolera vez. Y, sin embargo, ha persistido usted en el empeño, contra viento y marea. Me ha escrito cartas lastimeras. Me ha estrujado el corazón con el relato de sus sinsabores literarios, de los cuales me he ido compadeciendo; sus ambiciones desmesuradas, tan parecidas a las mías; sus problemas ováricos; la crueldad del comité de su biblioteca; y los devaneos de su marido, que no considero de mi competencia. Ha sido usted causa de que durmiera mal, soñando que apaleaba animales pequeños. Ante todo ello, me rindo. No conservo copia de sus intentos anteriores, y los de ahora me parecen peores que nunca, de modo que lo dejo a su elección: dígame qué seis versos quiere que le publique. Luego, no volveré a abrir ningún sobre que proceda de usted.

Atentamente, Andy Whittaker

 

El lamento del perezoso
Sam Savage

Kafka en la orilla

A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta. […]

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Un concierto de silencio (La muerte de los signos ortográficos)

A medida que la tecnología avanza, disponemos de más recursos cada vez para expresarnos sin palabras ni textos. Llegará un momento en que tendremos un emoticono para expresar cualquier idea o sentimiento. Estamos exterminando los caracteres ortográficos, en favor de la comodidad en algunas ocasiones y por el desconocimiento en otras.

En numerosas ocasiones, cuando estamos disfrutando de una novela o algún texto con cierta antigüedad, podemos ver que los textos son ricos en signos ortográficos, pero es posible que no conozcamos la finalidad de muchos de ellos e incluso su origen e historia.

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